Gracias al comercio, la industria, la creatividad, la innovación y la apertura de oportunidades que genera, ese sistema ha permitido la notable mejora de la situación socioeconómica de cientos de millones de personas, primero en Europa y Estados Unidos, y luego también en diversos lugares de Asia y América Latina.
En todas esas zonas del mundo la pobreza y la miseria de la gran mayoría de la población habían sido el común denominador hasta inicios del siglo XIX, sin nada que hiciera avizorar mayor cambio.
La situación cambió radicalmente cuando entró a operar dicho sistema, apuntalado por la revolución industrial que estaba teniendo lugar. Lógicamente, la desigualdad aumentó al inicio, cuando solo algunos pudieron aprovechar sus bondades. Pero las brechas se fueron cerrando a medida que nuevos y cada vez más grandes grupos se incorporaron.
Ese progreso económico hizo posible un dramático descenso del hambre y la mortalidad infantil, y luego la paulatina conformación de la importantísima clase media, que con su masividad y creciente poder político ayudó luego a extender el avance a otros campos, como la mejora de la institucionalidad y la democratización de las decisiones.
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